
Postrado en un sillón de la residencia, el abuelo que nunca habla con nadie escucha de pronto una melodía antigua. Se levanta con dificultad. La música viene de la habitación contigua y hacia allí avanza. “La cantaba Ana cuando bañaba a la niña”, recuerda y deja caer la garrota. “Nunca respetaba demasiado la letra”, se dice caminando con pasos más firmes. “Así que cada día al llegar del trabajo me sonaba distinta”, murmura y abre la puerta con aplomo. Al instante, el vaho le empaña unas gafas que ya no necesita.