
“Por favor, sea breve”, dijo la maja impaciente. Como venía haciendo a diario, los ojos de él escrutaron sus lunares, la línea de su mentón, las sombras de sus senos. “Procure no moverse ahora, duquesa”. La coqueta obedeció de mala gana. Él acarició el lienzo con un mimo que nunca gastaba con monarcas y meninas.
"¿Esta vez ha terminado usted del todo?", preguntó la aristócrata un poco más lozana.
“Sí”, reconoció el restaurador que, despechado, abandonó el museo.