
Mucha gente cree ilusamente que es fácil la vida del narrador omnisciente. Es cierto que me resultó un juego arrebatarle la heroína al galán. Conocía sus gustos florales, su número de pie, sus flaquezas, sus anhelos. Estaba seguro de que la obnubilaría con mi léxico fluido y mi pose de romántico. Nada que ver con ese tipo duro de gabardina y cigarrillo con el que estaba destinada a compartir el The End. Como estaba previsto, escapamos a Italia, donde hemos vivido sin sobresaltos algunos kilómetros de celuloide. Habría sido dichoso si no fuera porque -el público debe saberlo- ser narrador omnisciente tiene también sus inconvenientes. Mañana un hombre terco con una colilla entre los labios terminará su búsqueda ante este umbral. Le estaré esperando para el desenlace, aunque sé desde el primer fotograma que sólo le costaré dos disparos a su revólver.