
Empieza a impacientarme la estúpida incompetencia de este técnico de Kioto. “Ya casi” me responde cada mañana cuando voy a comprobar los avances en mi caza Zero averiado. “Un par de retoques”, me dijo hace una semana con esa sonrisa suya vergonzosa en tiempos de guerra. Intento explicarle que mi objetivo se desplaza a cada instante. Que puede que dentro de unas horas se haya camuflado demasiado entre las líneas enemigas. Que me consume ver al resto de pilotos despedirse emocionados con su uniforme de gala.
Él me regala un cigarro y un sorbo clandestino de sake. Me promete como siempre -sus labios cada día más cerca de mi oreja-, que mañana brindaré al fin con toda el agua del Pacífico.