martes, 24 de noviembre de 2009

RUIDO por Miriam Márquez

Volvió del trabajo algo inquieta. Se había enterado –¡tenía que ocurrir!- de que el amor puede acabarse. La tranquilicé con algo de Satie –más alto de lo normal-, después cantamos –sobre todo yo- Nina Simone a gritos, para acabar sudorosos en la cama donde le recité mi repertorio de versos antes y después, hasta que se durmió. Puse el despertador media hora antes que ella, pero no funcionó. Cuando me levanté, estaba sentada en la mesa de la cocina, muy quieta, con los ojos cerrados. La televisión estaba muda, la maldita calle tranquila, ni siquiera la vecina de arriba taconeaba como de costumbre. Alargué mi mano aprisa para encender la radio, pero me lo impidió. Hizo lo que más temía: me colocó la palma sobre su pecho donde reconocí, por primera vez sin comparsas, aquel viejo silencio. 

LA CREMALLERA por Miriam Márquez

“Hagámoslo ahora”, interrumpió ella deslizando los dedos por esa cremallera suya tan bien amaestrada. Pero yo resistí –esta vez me había jurado que iba a llegar hasta el final- el impulso de tocarla y continué argumentando que nunca la había querido, como le había dicho tantas veces, bien encima de ella sudoroso, bien cubierto por los volantes arrugados de su falda. Y esta vez debió de sonar convincente porque la cremallera se puso a trepar hasta su tímida costura, y ella se giró, dejándome admirar por primera vez sus enaguas bien planchadas. Respiré hondo, aliviado, satisfecho. La agarré por detrás y devoré su cintura con mis dedos hasta alcanzar la cremallera. Se me resistió varios minutos. Quizás porque mis manos temblaban o quizás para hacerme creer –siempre he sido algo iluso- que era yo esta vez quien la bajaba.